El protagonista de este turbador relato de Mújica Láinez no
se llama Narciso, sino Serafín. Sin embargo, su obsesión por mirarse en el
espejo -ese afán autodestructivo por su propia imagen…- entronca su existencia
con la del personaje de la leyenda clásica.
Serafín es un hombre cuya vida, después de regresar del
trabajo, se limita al cuidado de sus gatos y, sobre todo, a la contemplación de
una imagen –a medida que avanza la narración descubrimos que no se trata de su
imagen presente- en el espejo, pieza más importante de su pequeño y
destartalado hogar. El espejo genera una atracción especial también para los
gatos pero Serafín no deja que se acerquen a él. Incluso llega a encerrarlos
cuando sale de casa para evitarlo.
Este hombre sale poco a la calle y no se preocupa del orden
ni de la limpieza. Su apartamento está semiabandonado. La mugre se acumula por
todas partes, la cama permanece deshecha, restos de la comida de sus gatos dotan
de un olor nauseabundo a la vivienda… Pero él no se da cuenta -“Serafín no otorgaba importancia a nada que
no fuese su espejo”-. Estas circunstancias nos hacen pensar en que este
hombre sufre una patología de la que todos habréis oído hablar, la conocida
como el síndrome de Diógenes.
Pero volvamos al texto. La presencia de los felinos (cinco,
seis, siete... muchos) desde el primer párrafo, resulta inquietante. Empezando por el
color de su pelaje, pues son todos ellos de color negro, signo de mala suerte
para los supersticiosos, y continuando por los calificativos y enunciados con los que Mújica
Láinez los va caracterizando: “fantasmales”,
“vagaban como sombras”, “maullido loco”, “nerviosidad gatuna”, “llamear
de sus pupilas”, “trémulos”, “electrizados”… todo nos hace sospechar
que jugarán un papel importante en el desenlace de la historia.
Pero volvamos a Serafín. Un día, cae enfermo. Muy enfermo.
Se acuesta y se olvida de todo, de darle de comer a los gatos, hasta de mirarse
en el espejo. Los felinos, al sentirse libres, y a la vez hambrientos, se
vuelven osados. Se suben a la cómoda y arañan el espejo. Y una fotografía cae
hecha añicos…
Hemos dicho que Serafín estaba obsesionado con la contemplación
de su imagen en el espejo. Pero resulta que al final descubrimos que lo que
estaba mirando no era su imagen presente, sino un retrato de un hombre joven y
atractivo. Mújica Láinez se encargó de dejarnos pistas que nos llevan a la
conclusión de que ese retrato es el de él mismo en su juventud, o antes de que los
acontecimientos (¿un accidente o la misma vejez?) le hicieran perder su
belleza. Resulta clave una frase, una postura: el espejo reflejaba la imagen de
un hombre apuesto con ”la mano abierta
como una flor en la solapa”, la misma postura que adoptaba Serafín ante el
espejo y que adoptará (“el hombre
horrible, el deforme, el Narciso desesperado”) cuando esté yaciente en su
lecho y los gatos, hambrientos, se dispongan a devorarlo.
Tengo una pregunta¿ cual es el mensaje que deja la historia
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