NARCISO, de Manuel Mújica Láinez (II)

El protagonista de este turbador relato de Mújica Láinez no se llama Narciso, sino Serafín. Sin embargo, su obsesión por mirarse en el espejo -ese afán autodestructivo por su propia imagen…- entronca su existencia con la del personaje de la leyenda clásica.

Serafín es un hombre cuya vida, después de regresar del trabajo, se limita al cuidado de sus gatos y, sobre todo, a la contemplación de una imagen –a medida que avanza la narración descubrimos que no se trata de su imagen presente- en el espejo, pieza más importante de su pequeño y destartalado hogar. El espejo genera una atracción especial también para los gatos pero Serafín no deja que se acerquen a él. Incluso llega a encerrarlos cuando sale de casa para evitarlo.


Este hombre sale poco a la calle y no se preocupa del orden ni de la limpieza. Su apartamento está semiabandonado. La mugre se acumula por todas partes, la cama permanece deshecha, restos de la comida de sus gatos dotan de un olor nauseabundo a la vivienda… Pero él no se da cuenta -“Serafín no otorgaba importancia a nada que no fuese su espejo”-. Estas circunstancias nos hacen pensar en que este hombre sufre una patología de la que todos habréis oído hablar, la conocida como el síndrome de Diógenes.

Pero volvamos al texto. La presencia de los felinos (cinco, seis, siete... muchos) desde el primer párrafo, resulta inquietante. Empezando por el color de su pelaje, pues son todos ellos de color negro, signo de mala suerte para los supersticiosos, y continuando por los calificativos y enunciados con los que Mújica Láinez los va caracterizando: “fantasmales”, “vagaban como sombras”, “maullido loco”, “nerviosidad gatuna”, “llamear de sus pupilas”, “trémulos”, “electrizados”… todo nos hace sospechar que jugarán un papel importante en el desenlace de la historia.

Pero volvamos a Serafín. Un día, cae enfermo. Muy enfermo. Se acuesta y se olvida de todo, de darle de comer a los gatos, hasta de mirarse en el espejo. Los felinos, al sentirse libres, y a la vez hambrientos, se vuelven osados. Se suben a la cómoda y arañan el espejo. Y una fotografía cae hecha añicos…



Hemos dicho que Serafín estaba obsesionado con la contemplación de su imagen en el espejo. Pero resulta que al final descubrimos que lo que estaba mirando no era su imagen presente, sino un retrato de un hombre joven y atractivo. Mújica Láinez se encargó de dejarnos pistas que nos llevan a la conclusión de que ese retrato es el de él mismo en su juventud, o antes de que los acontecimientos (¿un accidente o la misma vejez?) le hicieran perder su belleza. Resulta clave una frase, una postura: el espejo reflejaba la imagen de un hombre apuesto con ”la mano abierta como una flor en la solapa”, la misma postura que adoptaba Serafín ante el espejo y que adoptará (“el hombre horrible, el deforme, el Narciso desesperado”) cuando esté yaciente en su lecho y los gatos, hambrientos, se dispongan a devorarlo.

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