EL CONTERTULIO, de Miguel de Unamuno (II)

Solemos identificar la patria con el lugar en el que nacemos. Sin embargo, la patria es el sitio en el que te encuentras cómodo, a gusto, es un lugar al que te unen vínculos emocionales, afectivos y de diversa índole. Redondo, el protagonista del cuento de Don Miguel de Unamuno que acabamos de leer encontró su patria en la tertulia del café de la Unión a la que acudió durante más de veinte años.

Sin embargo, un buen día, contando Redondo con cuarenta y cuatro años, se vio obligado a emigrar a América. Su banquero lo había arruinado y no le quedó más remedio que ponerse a trabajar. Una situación penosa que debía de avergonzarlo, pues emigró a la hacienda de su tío, al otro lado del Atlántico, y rompió vínculos con sus queridos contertulios, a los que no escribió ni una carta.


Con su tío no encontró la felicidad. Había perdido su patria (no encontró una nueva tertulia de su agrado) y también su libertad. Fueron más de veinte años con la mente puesta en su querida patria a la que añoraba con dolor físico.

Un buen día su tío murió y le legó su fortuna. Redondo había recobrado su posición. Ya nada lo retenía en el extranjero. Regresó inmediatamente a su tierra y lo primero que hizo fue acudir al café la Unión. La emoción era muy intensa. Pero todo había cambiado. Los mozos no eran los mismos y no conocía a ninguno de los parroquianos. De este modo se apercibió Redondo de que los años habían pasado y que él ya era un anciano.

Otro día, de nuevo en el café, nuestro protagonista escuchó una conversación en las mesas en las que solían celebrar su vieja tertulia, en la que mencionaban a un tal Don Romualdo, viejo amigo suyo y contertulio, por supuesto. Se dirigió a los jóvenes que charlaban y pidió educadamente explicaciones. De esta forma descubrió qué había sido de sus camaradas: la mayor parte habían muerto, uno se había esfumado y otro estaba en su casa, impedido. Conocer el trágico destino de sus antiguos colegas le sumió en honda tristeza y las lágrimas amargas brotaron de sus ojos.

A continuación, hubo Redondo de presentarse a los gárrulos mozos. Su sorpresa fue mayúscula cuando todos demostraron conocerlo en lo más íntimo. Todos sabían que Redondo era especialista en contar chistes verdes, que solía cocinar para los amigos, que tocaba la guitarra… Había descubierto que el espíritu de su tertulia, de su patria, seguía vivo. Y, así, lloró de nuevo, pero esta vez dulces lágrimas de felicidad.

Redondo había recuperado su patria y retomó su actividad, estableció estrechos vínculos con sus nuevos amigos, en especial con un tal Ramonete, y se sintió querido y admirado por todos.


Un día, un nuevo miembro se incorporó al grupo. A Redondo no le plació esta intromisión y bautizó al novato con el nombre de “el Intruso”. Empero, este rechazo no duró mucho tiempo. Ramonete murió inesperadamente, duro golpe que modificó la filosofía del anciano: estaba escrito que los componentes de la tertulia irían cambiando, se morirían los viejos y entrarían nuevos miembros en su lugar pero lo importante era que se honrara la memoria de los desaparecidos y que se mantuviera siempre viva la esencia que vio nacer a la cuadrilla.


Y para asegurarse de que así fuera, una vez llegada su muerte (muerte soñada, pues tuvo lugar en el seno de su “familia”, durante un banquete), Redondo legó a los contertulios toda su fortuna, con la única condición de “celebrar un cierto número de banquetes al año y rogando se dedicara un recuerdo a los gloriosos fundadores de la patria”.

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