Este macabro relato cargado de ironía y cinismo narra en
primera persona las memorias de Boffer Bings, un chico que llevó a la ruina,
sin pretenderlo, el “honorable” negocio de sus padres. Pero me estoy
adelantando…
Mientras el padre de Boffer regenta una industria de aceite
de perro, una medicina válida para casi cualquier dolencia, pues dos médicos
amigos suyos se encargan de recetarla para cualquier mal, la madre se ocupa de
los menesterosos. Boffer Brings es un ayudante admirable: se encarga de recoger
los perros que terminarán en la cuba con aceite hirviendo de su progenitor y se
libra de los “restos” del trabajo de su madre. Esos “restos” no son sino cadáveres
de huerfanitos que debe hacer desaparecer en el fondo del río.
En una ocasión, Boffer es sorprendido por un policía cuando
lleva el cadáver de un pequeño. Nuestro protagonista, al sentirse vigilado,
entra en la aceitería para evitarlo. Una vez allí, dominado por el miedo,
arroja el cuerpo del bebé al puchero.
A la mañana siguiente, el padre no se explica por qué ha
obtenido un aceite de calidad superior en la última tanda. Boffer le descubre
su secreto, abriendo la vía hacia la locura…
De este modo fue como las ocupaciones de sus padres
convergieron y se fusionaron en una sola industria. Los canes se vieron
sustituidos por cuerpos humanos en la fórmula del aceite de perro, que
mantendría su nomenclatura.
La demanda crecía y con ella las ganancias. El trabajo se
había convertido en algo más, en una pasión. Habían probado la sangre humana y
ya no había marcha atrás… aunque los vecinos se reunieran en asamblea y
amenazaran con pararles los pies.
Una noche, Boffer descubrió aterrorizado cómo sus padres
habían perdido definitivamente la chaveta. Ambos se enzarzaron en una lucha por
acabar con el otro y convertirlo en un nuevo frasco de aceite de perro. La
maléfica industria del aceite de perro se cobraba sus últimas víctimas: el
padre, malherido por un golpe infligido por su mujer, cogió en brazos a su
esposa y saltó con ella al interior del pote.
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