En un contexto de guerra civil, una marabunta sedienta de
sangre clama por la ejecución de un preso. Como en todas las guerras, los
vencedores escribirán la historia, dictarán leyes y aplicarán la justicia.
El reo afronta la hora de la muerte orgulloso, con la cabeza
alta, y con grandes dosis de odio y rencor hacia los que lo van a ejecutar.
De camino al patíbulo, apreciamos que las personas, envalentonadas por los gritos de la muchedumbre, parece que no
pueden esperar, que tienen prisa por ver correr la sangre del enemigo. Van a
cometer un crimen igual de horrible que los que haya podido cometer el
condenado.
De repente, aparece en escena un niño de seis años, ángel de
la guarde del reo, que es su padre y único sustento. El crío, asustado por la
barahúnda, le pregunta a su padre qué van a hacer con él. Su instinto le dice
que van a hacerle daño, que ocurrirá un suceso trágico.
El reo intenta calmar y engañar al niño para que no se quede
a presenciar la ejecución. Le pide a su “verdugo” que lo desate y que se haga
pasar por su amigo durante unos instantes para que el pequeño abandone el
lugar. Y así se hace.
Una vez que el niño desaparece entre la multitud, el preso
está preparado de nuevo para encarar el fin. Sin embargo, de repente, el pueblo
cambia de opinión y una mujer sugiere que deberían soltar al recluso. Todos
están de acuerdo. El poder de un niño insignificante había vencido a la ira
de los hombres.
Aquel hombre, antes tan frío, altanero y lleno de odio,
impasible ante la muerte, lloró, se humanizó, en el momento en el que le
perdonaron (le devolvieron) la vida.
El movimiento literario de el poder de la infancia
ResponderEliminar