MORELLA de Edgar Allan Poe (II)

Publicado por primera vez en 1.835, este cuento de Poe está narrado en primera persona por un protagonista anónimo que nos cuenta la historia de su matrimonio con Morella. Fue esta una unión un tanto extraña, pues él no la amaba (si bien la admiraba y la quería como amiga), aunque durante un tiempo fueron felices.

Morella era una mujer cultivada. Era aficionada a la literatura y filosofía mística y compartía sus estudios con su pareja, sobre la que ejercía una importante influencia intelectual. Las inquietantes teorías de Fichte, Schelling y Locke se habían convertido en el único tema de conversación en sus interminables veladas. Y no parece que la temática de su pasatiempo fuera la más adecuada para unos enamorados…

De este modo, la relación se fue enfriando más y más. Nuestro protagonista se distanciaba cada vez más de Morella y ella caía enferma por desamor, por el “abandono” al que era sometida por su marido.

Y llegó el día de la muerte de la mujer. Morella murió en el mismo lecho en el que dio a luz a una niña, niña que no empezó a respirar hasta que su madre expiró (pues el alma de Morella migró, tras su defunción, al cuerpo de su hija). Antes del alumbramiento, Morella advirtió a su marido (“…las horas de tu dicha han terminado…”) de que para él comenzaba, con su partida, sus días de sufrimiento, pues sería castigado por no haber amado a su esposa y por haber deseado su muerte.


Y las palabras (“… pero aquella a quien en vida aborreciste, será por ti adorada en la muerte”) de Morella se cumplieron pues, efectivamente, el marido amó a Morella reencarnada en su hija, una niña que crecía sana y cada vez más parecida a su madre: idénticas en aspecto, voz, mirada, ideas e incluso palabras. La desconfianza y la preocupación se habían instalado en la existencia del padre, que sospechaba de la increíble similitud entre madre e hija.

Y pasaron los años, viviendo ambos, padre e hija, recluidos de la vida social en sus propiedades, pero cuando la pequeña cumplió los diez años de edad, el padre decidió que era el momento de bautizarla. En una década no le había dado más nombre a la criatura que “hija mía” o “querida” y ante la pila bautismal le dio, inexplicablemente, sin motivo aparente, el nombre de Morella, a lo que ella respondió con un misterioso “aquí estoy”. A partir de este momento la vida de nuestro amigo fue un auténtico suplicio, los presagios de la primera Morella se cumplieron entonces.

Termina el relato con la muerte de la segunda Morella, la hija. Desconocemos la causa. Lo que sí sabemos es que cuando su progenitor fue a depositarla en su sepulcro, la misma tumba que debía ocupar su madre, no había rastro de los restos de ésta.

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