“Y las tinieblas, y la
corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo”. Con estas palabras termina
La máscara de la muerte roja, una de los muchos relatos de terror que
nos legó el conocido escritor norteamericano Edgar Allan Poe y que fue publicado
por primera vez en 1.842.
Antes de empezar con la sinopsis del cuento, quiero que os
fijéis en una serie de elementos, “lugares comunes” en los relatos de terror
gótico, de los que ya hemos leído unos cuantos, y que en esta historia no
podían faltar: la oscuridad, la medianoche, la sangre, la abadía (también
podría haber sido un castillo), los sonidos nocturnos (aquí es el tañido del reloj,
en otros el ruido de los goznes), los espíritus o apariciones sobrenaturales
(el demonio, fantasmas o “la muerte roja”), etc.
En este país asolado por tan terrible enfermedad, el
extravagante príncipe Próspero olvidó a sus conciudadanos y súbditos y decidió
salvarse de la plaga refugiándose en una abadía fortificada, llevándose consigo
a caballeros, damas, bufones y todos los lujos imaginables.
Pasados unos meses de apacible encierro, el soberano decidió
realizar la mejor fiesta de máscaras que se recuerda. La alegría, el placer y
el abandono reinaban por doquier y sólo se veían interrumpidos por el tañido de
un reloj de ébano situado en una habitación en la que nadie se atrevía a
entrar. Esta estancia era completamente oscura. Su negrura sólo se veía mudada
por el resplandor de la iluminación que penetraba indirectamente a través de
unos vitrales de color rojo que daban a dicho aposento una apariencia
fantasmagórica.
Gritos, risas, baile y pasión se dieron cita en una
multitudinaria orgía. La mascarada estaba siendo inolvidable. Sólo el repique
del reloj, cada hora, recordaba a los presentes que fuera de la abadía otros
estaban sufriendo.
Cuando llegó la medianoche, en la hora de los muertos, un
personaje misterioso apareció perturbando la dicha de los allí reunidos. El
príncipe quiso reducirlo, exterminarlo por su osadía, pero se le escurrió entre
las manos, pues no era humano, ni tangible. El desconocido no era otro que “la
Muerte Roja”, el espíritu de la peste que había llegado a la fortaleza para acabar
con la celebración, para llevarse consigo a los vividores que habían intentado
librarse de un destino inexorable.
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