LAS FRESAS de Emile Zola (II)


Zola nos traslada, en esta ocasión, a una primavera en la campiña francesa para narrarnos la historia de dos jóvenes enamorados.

Los bucólicos paisajes son tratados como un personaje más del cuento, como un cómplice en la relación amorosa. Para ello, el escritor francés hace uso de la personificación. El cielo está “lavado” por la lluvia, el horizonte "sonreía", los bosques son “discretos”, el sol “lanza” tejos de oro a sus pies. La naturaleza está viva.

Por su parte, la amante es pintada como una fierecilla silvestre, una joven alma llena de entusiasmo, ilusión, impulsos, felicidad. De este modo, no pueden ser más acertados los símiles que emplea Zola para describirla: corre “como un perro pequeño”, salta “como una cabra escapada”.


Los dos amantes realizan una excursión por el campo y descubren unas freseras, pero ni rastro de fresas. La chiquilla se empeña en buscar el dulce fruto, por lo que proceden a registrar los espinos y las cunetas. Esta excusa es aprovechada para estar muy próximos, uno cerca del otro, para rozarse, para sentir el aliento del otro, su olor…

Y finalmente apareció la fresa. Y no sólo una, sino una gran cantidad de ellas, que fueron recogidas, con cuidado, en un pañuelo.  Sin embargo, nunca las llegaron a degustar. Los novios eligieron un rincón a la sombra para descansar y desayunar, y allí se abandonaron a su sensualidad, se entregaron el uno al otro y aplastaron, sin darse cuenta, su botín.

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