Zola nos traslada, en esta ocasión, a una primavera en la
campiña francesa para narrarnos la historia de dos jóvenes enamorados.
Los bucólicos paisajes son tratados como un personaje más
del cuento, como un cómplice en la relación amorosa. Para ello, el escritor
francés hace uso de la personificación. El cielo está “lavado” por la lluvia, el horizonte "sonreía", los bosques son “discretos”, el sol “lanza” tejos de oro a sus pies. La
naturaleza está viva.
Por su parte, la amante es pintada como una fierecilla silvestre,
una joven alma llena de entusiasmo, ilusión, impulsos, felicidad. De este modo,
no pueden ser más acertados los símiles que emplea Zola para describirla: corre
“como un perro pequeño”, salta “como una cabra escapada”.
Los dos amantes realizan una excursión por el campo y
descubren unas freseras, pero ni rastro de fresas. La chiquilla se empeña en
buscar el dulce fruto, por lo que proceden a registrar los espinos y las
cunetas. Esta excusa es aprovechada para estar muy próximos, uno cerca del
otro, para rozarse, para sentir el aliento del otro, su olor…
Y finalmente apareció la fresa. Y no sólo una, sino una gran
cantidad de ellas, que fueron recogidas, con cuidado, en un pañuelo. Sin embargo, nunca las llegaron a degustar.
Los novios eligieron un rincón a la sombra para descansar y desayunar, y allí
se abandonaron a su sensualidad, se entregaron el uno al otro y aplastaron, sin
darse cuenta, su botín.
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